Un tributo a Johannes -Dialŏgus-

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Llueve. Al verlo tras la ventana parece mucho más joven, casi un niño. Se gira. La mira y sonríe. Le guiña un ojo. En ella aflora el llanto. No tuvo el valor suficiente para retenerlo con la buena nueva. Aún no discurre la primera lágrima, él se gira. Acomoda su zurrón de cuero al hombro y parte. Cerrando aquella ridícula portezuela de jardín, que semanas antes, había construido y pintado con sus propias manos.
 
-Muchacha leyendo una carta-, Johannes Vermeer van Delft,  hacia 1657. En la ficción, o quizás no, en 1643 
(Gemäldegalerie Alte Meister, Dresde).

Treinta y cinco meses tras su marcha, ella, junto a la pequeña Marjolijn, esperan tras la ventana.

Manila es tal cual Delft, como la leche recién ordeñada al queso. Todo un bullicio aromático, poblado de  pieles oscuras, pieles amarillas, pieles criollas, pieles cobrizas y, pieles blancas como la suya. No tan clara ya, ni tan tersa, ni tan distinta a aquellas, pero suya. Especialmente suya. Un manto albino de pecas rosadas bajo un pelo rojo. Rojo como aquellas especias de Kerala que debieran embarcar de retorno en Pondicherry.

Bajo estandarte de La Compañía habían recorrido medio mundo. En realidad, mucho más. Casi todo él. Kenntarou, por su parte, siempre vivió allí, en Kusatsu, ni siquiera visitó Kioto al ascender al trono el nuevo shōgun, el aún niño,  Tokugawa Ietsuna. Ni siquiera ese día.  Él era un samurai. Su camino; el acero. Su deber; servir, y ante todo, cumplir. Su anhelo; morir con honor. Nada más. Kioto podía esperar. Pero no fue así. 

A oriente, al otro lado del mar, Tepic ya no era oriundo de Culiacám. Ya no. Ahora pertenecía a uno de lo reinos del virreinato de Nueva España, a Nueva Galicia. Así debía identificar su procedencia. Así debía considerarse. No como heredero de un reino, ni siquiera, hijo de aquel rey que encontró muerte en el Llano de las Vacas. Un rey sin pueblo, sin tierra. Sin reino. Pero ante todo, sin identidad. Tepic tan solo era un indígena más, un sirviente, en realidad un esclavo, que obedecía bajo el nombre de Jacinto al servicio de los portadores de La Cruz y del hierro.

Mientras, ella, algunos días, quizás todos los días, en realidad, a todas horas, en todos los minutos y segundos, en cada inhalación y exhalación, allí postrada, anclada, casi enraizada tras la ventana que lo vió partir, espera. Siempre lo ve partir. Pero nunca regresar. 

Él no lo sabía. Nadie podía saberlo. Cómo intuir, que aquel pequeño emperador Tokugawa, o más bien, los hilos que en él mandaban, una vez más, decidieran volver a aplicar un estricto sokoku. Ningún extranjero podría salir, ni por supuesto, entrar en el país. Nada de comercio exterior. Nada de evangelizadores de un dios que se creía más Dios que el mismo Emperador. Nada de contacto con esos seres incomprensiblemente sucios, torpes y zafios, que pretendían imponer su cultura, su fe y lo más hiriente, su escala de valores. Gente sin honor, palabra o estima alguna. Pero ante todo, una amenaza constante e inexorable para El Imperio. Los hierros que escupían plomo, tarde o temprano, medirían fuerza con el acero milenario. Pero no bajo su reinado, su shogunato. Aún no.

Pero un mandokoro, del clan Ashikaga, ignoró el mandato a sabiendas de que beneficiaba a  su gente, en realidad a él mismo. Fue un grave error. Así es, como Oda Morumashi, terminó de embajador al otro lado del mar. Muy lejos. Donde no pudiera intervenir, ni hacer, ni deshacer, pero ante todo, donde no recordase con su mera presencia la deshonra que significó, desobedecer una orden y no cometer seppuku. Bien es cierto, que podrían haberle derramado ellos mismos sus intestinos y colgar de los pies hasta que los cuervos limpiasen sus huesos de carne. Pero, dadas las circunstancias, era de más provecho, sacudir la esterilla en el terreno del vecino, que esconder la suciedad bajo ella. Y eso hicieron.

Allí, como extranjero, Oda apenas era más que un falso invitado del virrey de Nueva España. Ni podía retornar. Ni lo dejaban volver. Mientras unos lo desterraron, otros lo tenían en custodia,  creyendo poseer un interlocutor válido con aquel pequeño emperador isleño.

La Corona de España ya comenzaba a dar signos de una ineficacia manifiesta. Felipe IV pretendía gobernar un imperio de ultramar entre cacería y cacería, mientras su corte y su clero, malversaba, dilapidaba o directamente saqueaba el oro bañado en sangre allende los mares, aquel, claro está, que lograba cruzar más allá de Isla Turtuga o Jamaica. Al menos, aquellos bucaneros si servían a sus reinos. Lo poco que aún se salvase, lo agotarían en guerras interminables, a menudo, fratricidas. Pero pronto vendrían tiempos aún peores; el feudo, el artesanado, la economía de subsistencia, debía dejar paso al comercio, a la era preindustrial. España simplemente quedó adormecida en un mar de abundancia para unos pocos, que no ofrecía retorno alguno a sus gentes. Y cuando aquella plétora, aquél maná, dejó de subir por el Guadalquivir, se descubrió con asombro, si asombro, qué, el metal que antaño bañó El Reino, apenas había dejado huella alguna en él, más que aquello, que el divertimento de algunos mecenas financió entre virtuosos del pincel o la palabra, retratando en color, o en negro sobre blanco, aquel dispendio. 

Claro que la recordaba, no tan a menudo, ni con tanta persistencia. Intentó escribirle, pero las palabras urgentes, necesarias, no tenían cabida sobre un papel, que en cualquier caso, cuando llegasen a destino pasados los meses, si es que lograban llegar siquiera, ya pudieran resultar insuficientes, incluso vacuas. Cómo expresarle que no debía sentir temor por él. Volvería. Estaba seguro. Lo haría, aun cuando debiera hacerlo a nado o a pie, y a su vuelta, no fuere más, ya por necesidad, que un anciano. Lo haría. Cómo transcribir esa desazón, y al mismo tiempo, saber, ser consciente, de que, aquella carta, no serviría de bálsamo, qué no aliviaría la espera, ni siquiera, en el peor de los casos, la justificase. La escribió. Pero fue incapaz de enviarla.

Kenntarou, aquella fría mañana de otoño, comandaba un grupo de ocho, todos ellos  criados y adiestrados, desde la más tierna infancia, bajo el código del  bushido. Recibían órdenes, las ejecutaban o, morían intentándolo. No había mayor honor, ni mejor camino. Él, allá en Delft, nunca pensó que tras tantas millas, tantas penurias y compañeros dejados en el camino, al fin, estuviese allí, en una fría mañana de un mes de septiembre del año del Señor de 1.651, en una playa sin arena, casi acantilado, de Kusatsu, y, sin embargo, volver a verla. 

Tras siete semanas de espera en la bahía, finalmente habían recibido autorización de atraque. La misiva firmada por Oda Morumashi así lo certificaba. De nada sirvió. Acostumbrado a los salvoconductos, por más que creyese él, que aquello era palabra dada, pero al igual que aquellas que nunca envió a su amada, lo escrito, a menudo, carece ya de significado. Palabras caducas.  Kenntarou recibía órdenes del Emperador, no de un mandokoro depuesto, ya exiliado, regalado al enemigo, como quien vende un caballo con la dentadura mellada. Con aquellos ideogramas, Oda Morumashi, había sellado a su vez, su destino y el de aquel, que era esperado tras una ventana allá en una tierra lejana, la que pronto, por capricho del destino, vería con sus propios ojos.

Todo Nayarit, y parte de Jalisco, eran conocedores de la dificultad del virrey para mantener solventes las posiciones comerciales en las Indias Orientales. Cada vez arribaban menos barcos. Como agravante, Japón, una vez más, cerraba  fronteras. Los ingleses, los portugueses, pero sobre todo, la fuerza naval y comercial de unos Países Bajos ya unificados, hacían de aquel inmenso tablero de ajedrez un despiadado campo de batalla diplomático. Así es cómo, finalmente, ya conocedores del valor real del embajador del Japón, lo habían ofrecido en trueque a los holandeses a cambio de no perder la poca influencia, que aún mantenía la Corona, en las provincias del sur de los Países Bajos unificados tras el tratado de Paz de Westfalia.

Meses más tarde, ya entrado el invierno del año 1.652, arriba en el puerto de Amberes una embarcación de pabellón de la Corona de España con una, nada desdeñable, carga de especies, una tripulación sedienta de vino y mujeres y, el  antiguo mandokoro japonés de la región de  Kusatsu, Oda Morumashi, al que asistía Jacinto, hijo del último regente nativo de Culiacám.

Cuando pusieron pié en aquella pequeña playa de porosas rocas negras, que tanto habían observado desde la nave, él intuyó que algo no marchaba bien. Nadie los recibía.  Nadie. Buscó en su curtido zurrón el salvoconducto recibido. Allí estaba, junto esa carta que nunca mandó. Alzó la vista y en apenas un suspiro, de detrás de una de aquellas singulares rocas, emergió una sombra azul, que en tres precisos y eficaces movimientos de katana segaron su vida.

Y la vió. En ese preciso instante, cuando el brillo de aquella espléndida espada descendía para impactar en su clavícula izquierda, inutilizándola, segando transversalmente la musculatura torácica, corazón, pulmón e hígado, para finalmente, parar en la cresta iliaca. Asombrosa la ejecución. Absoluto el resultado. Pero él, ya no ve la espada, ni al samurái que la porta, solo a ella, tras el cristal bañado de esa llovizna que tanto añora. Lee su carta. Finalmente la lee. Cómo es posible. Entonces, ella levanta la mirada y lo ve. Sonríe. Casi llora. Pero no, solo sonríe. Parpadea y, ya no está. Ni ella. Ni, ya él.

Veintitrés cuerpos sin vida yacen en la playa. Ocho samurais contemplan el deber cumplido. Kenntarou se detiene en el peculiar gaijin de pelo rojo. Permanece arrodillado pero erguido, con los ojos abiertos, ya sin vida, pareciere que sonríe. De qué. De qué podría alegrarse un gaijin al morir. Quizás de una digna muerte. No. Esos necios, no. Morir como trámite para acceder a un paraíso donde reinaba aquel Dios de la Cruz.  No, como la culminación del deber cumplido. De una vida honorable. Entonces,  observó que tenía algo sujeto en la mano izquierda. Un papel. Una carta. La desprende. Un frenesí de gotas de sangre la riegan. La alza y contempla con detenimiento aquella escritura, curiosa, pero sorprendentemente precisa.


Amada Anne Marijn,

He recorrido medio mundo para darme cuenta qué, no debí partir sin decirte lo que nunca antes te dije, aun cuando no fuere necesario, por más que nos quede toda una vida para ello. Aquel once de lunius de hace ya ocho años, que te vi por primera vez, en casa de mi hermano. Allí de pie, tras su cama, y sobre ella, la fuente de frutas de la huerta de mi querida madre. Tú leías mientras Johannes te pintaba. Recuerdas, te acompañaba tu tía Meike y sus delicados bordados. Leías aquella carta, la luz de la mañana bañaba tu piel. Tu preciosa y delicada piel. La emoción en tus pupilas reflejada en el cristal de la ventana, quizás, por lo que esperabas te dijeren las palabras. Creí morir del vacío que se abrió bajo mis pies, no era yo quién las escribía, ni yo, por el que resplandecías. Entonces, por un breve instante, miraste el reflejo en la ventana. Y nos encontramos. Fue en ese soplo, en ese mínimo suspiro, en el que lacramos nuestras vidas. Cómo olvidar ese momento, aquel decisivo instante.

Perdí tu mirada cuando irrumpieron en la estancia, Berg, el pequeño Gijsbert y las dos mellizas; Aleida y Elske. Mi hermano los mandó callar alzando la espátula, sin romper aquel mágico silencio. Quién diría que no le gustan los niños, recibí carta de él, hace ya cuatro meses, supongo que ya habrás conocido a la pequeña Fenke. Descuida, nosotros también tendremos hijos. Muchos. No lo dudes. Sabes que a mi no me molestan. Mi hermano y su luz, pobre hombre, de no ser por Marlien, no comería, ni siquiera, asistiría a sus partos. En cambio, ya ves, fue gracias a él nuestro encuentro. Te amé desde aquel día y no dejaré de hacerlo aún cuando me alcance la muerte. Te digo esto amada mía, ya que, muchos han caído durante esta larga y penosa expedición aún sin concluir, ni siquiera, con fecha de retorno. Si pereciere, Dios no lo quiera, en estas tierras tan lejanas, qué esto no te impida vivir con mi recuerdo intacto, pero no por ello, no ejercer una vida dichosa y plena. Si no regreso, vive. Te imploro que vivas plenamente.

Pero no temas, la mayor parte de la travesía está cumplida, ya está próximo el destino. Permanecemos a la espera del trayecto final de Manila al pequeño pueblo, ya en Japón, de Kusatsu, y de allí, a Kioto. Una vez llegue y nos establezcamos, te anticiparé noticias de mi regreso.

Tuyo por siempre, 

Willem Vermeer van Delft.

Manila,
días del mes de Abril del año MDCLI




Nunca hurgaba entre las pertenencias de los abatidos. No era digno. No obstante, algo le decía que aquella carta, del que, evidentemente comandaba a aquellos gaijin, era sumamente importante. De no serlo, no se aferraría a ella en la muerte. Para su sorpresa descubrió un nuevo escrito. Éste si pudo leerlo. Lo firmaba el depuesto Oda Morumashi. Ahora comprendía la poca, prácticamente, nula resistencia. No esperaban más que un buen recibimiento. No la muerte. Necesitaba saber que contenía aquel escrito ensangrentado. Debería ir a Kioto.

El salvoconducto se enterró. Nadie debía conocer su existencia. Kenntarou fue advertido. No hizo falta más. Pero, antes de ello, hizo traducir la otra misiva, por si contuviese algo relacionado con el asunto. No encontró más que una carta familiar, para su esposa. A su querida esposa. 

Kenntarou como expiación la conservó. Era mucho más fácil olvidar. Fingir que nunca había ocurrido. Pero, la verdad, no era otra. Los habían ejecutado. En particular, a aquel hombre. No se cuestionó. Jamás lo haría. Un samurai cumple órdenes. Siempre, y sin excepción.

Semanas más tarde, en Kioto, se recibieron noticias de que el ex mandokoro había servido a los intereses del Reino de España.  Se encontraba ya en tierras de los Países Bajos. Y temerosos de que éste llegase a conocer, o intuir la masacre, y aprovechase, una vez más, el desafortunado incidente en su beneficio, se decidió evitar el conflicto a toda consta. Requería de una acción discreta y expeditiva. Kenntarou fue llamado a la capital. Nueve días más tarde navegaba por el Indico en un navío español.

Pero ella no vivía. Debiera Marjolijn servirle de alivio, de consuelo. Pero su sola presencia, le recordaba la ausencia de él. Casi tres años. Ni una carta. Nada. No obstante, era conocedora, por la correspondencia de otros tripulantes, que si escribieron, que la expedición continuaba su curso. Hacía unos meses que habían partido de Manila.

El las riveras del Guadalquivir ya no era motivo de revuelo la presencia de gentes de oriente. Incluso existía una pequeña congregación, de aquel lejano país, establecidos en Sevilla y aledaños. Allí se dirigió Kenntarou nada más arribar de la larga y extenuante travesía. Con intención de evitar transitar por tierras de Francia, que una vez más, estaban en conflicto con la Corona, le sugirieron viajar a Lisboa y retomar las olas en un bajel, que cual pulga de mar, que salta de puerto en puerto, fue recorriendo toda la costa hasta Finisterre. No encontrando otro navío, que con monedas de oro o no, sirviese a sus propósitos, compró montura y cabalgó durante cinco días hasta Santoña y de allí, finalmente,  en un buque pesquero, junto con una ingente carga de arenques, llegó al puerto de Flesinga, ya en los Países Bajos.  

Las órdenes eran claras y precisas. Localizar al mandokoro. Asesinarlo. Volver. En caso contrario, cometer seppuku, no sin antes destruir cualquier prueba que lo relacionase con la misión. Localizar a Oda Morumashi no fue fácil, desconocía el idioma, solo balbuceaba algo de portugués y por ende, también español, aún cuando, no sabía él, ni cual palabra, frase o significado correspondía a cada lengua. Pero en aquel país, encontrar a un conciudadano, y más uno notable, que con el tiempo había medrado gracias a sus pocos escrúpulos y sorprendente valía como interlocutor entre las más dispares partes, tampoco le supuso más de unas semanas. Ya localizado, decidió acometer antes su otra misión. La propia.

Sabía donde residía. Tenía un sobre, una dirección. Estaba a dos días de viaje de Amsterdam. Hizo noche en una posada en Leiden, y mientras comía uno de aquellos platos tan grasientos y burdos como con desgana servidos, volvió a releer, una vez más,  la transcripción de aquella carta. Era evidente, aquel hombre al que dio muerte, era gentil de corazón. Desde luego, no de aquellos de poca o nula valía que perdían la dignidad, si es que siquiera la tuvieran, tras beber más jarras de vino de las que un cuerpo necesita para calmar su espíritu o, en el peor de los casos, ahogar sus pecados.  No. Definitivamente no lo era. Sin duda, fue un hombre notable, y esto, lejos de agradarle, le produjo más congoja.

Al día siguiente, ya en Delft, los acontecimientos se desencadenaron de una forma inesperada. Pronto averiguó que el hermano, al que hacía alusión Willem en su carta, era un reputado pintor. Visitó su estudio con el propósito de recabar información bajo el pretexto de comprar alguna de sus obras. Johannes era una versión demacrada. Pero aquellos ojos, eran los mismos. Cómo olvidarlos.  Joannis, así le llamaba su esposa, conocedor de la destreza, precisión y ante todo, de la elevación de la escritura a un arte en si mismo, instó a su invitado a trazar unos ideogramas sobre un lienzo. Quedó sinceramente maravillado. Kenntarou, no pudo más que ruborizarse. No estaba en absoluto acostumbrado, a que, un extranjero comprendiese, por necesidad, de forma innata, el Shodō; su recorrido, su camino. Lo que implica el trazo, la precisión, la perfección, más allá del significado en si mismo. Sin duda se encontraba ante un ser singular

Fue ver aquel cuadro, y palideció. Allí estaba ella, allí estaba él, y en medio, ese sentimiento. Gastó gran parte de su bolsa, casi toda ella. No podía permitírselo, pero, cómo no hacerlo. Era mucho más que un lienzo. Johannes fue reticente. Era una gran obra, pero algo le decía, que aquel peculiar extranjero no estaba allí solo por sus cuadros, y sin embargo, pretendía comprar una de ellos, en concreto aquel. Escondía algo. El interés por la ejecución de la obra; el lugar, la luz, ella... Pero su situación económica ya no le permitía retener piezas, cada día las deudas eran mayores, y al ver las monedas de oro, cedió. 

De mañana había salido de la posada con la solvencia de quien se puede permitir, si fuere necesario, una larga estancia, y de tarde, entró con la certeza de que ya apenas podría quedarse unos días más.  Su oro, en realidad, el oro del Emperador, ya no era metal, sino lienzo. Se encontraba en una encrucijada. Tras acometer la misión, no tendría recursos para retornar. En cualquier caso, esa no era la cuestión. Su vida, no valdría nada sin la orden cumplida, pero no dejaba de ser irónico; Oda Morumashi, finalmente con su deshonra, había sellado también su destino. El del verdugo.

La llamada le saca de su ensimismamiento. Abre la puerta. Y allí está ella. No tan joven, ni tan esplendorosa, pero sin duda ella. Se miran, sin saber que decir, ni que hacer. Ella lo ve al fondo. Reposa sobre la cama. Él se percata. La deja pasar sin más. Se queda frente a la cama, mirando el cuadro. Él le ofrece asiento. Pero se sienta junto al lienzo. Le mira. No hizo falta más. De su kimono extrae la carta. Se la entrega. 

Dos meses más tarde, Oda Muramashi, como cada viernes, acude al Febo, una de las pocas tabernas del puerto, que a petición, le sirven pescado vivo, pescado crudo. Ese día, el nuevo cocinero condimenta el sashimi de caballa con tetradotoxina. Todo japonés sabe que no hay muerte más tortuosa, que la producida por envenenamiento al comer pez globo. Todo samurai sabe, que no es el pez lo que mata, son las bacterias que lo pueblan. No hace falta un pez globo, sino su socio, solo que esta vez, la simbiosis sería con un samurai. No era merecedor de morir por el acero. Sufriría una muerte espantosa. Primero su sistema periférico se apagaría; se quedaría sin habla, sin tacto, sin vista e incluso sin gusto y olfato. Más tarde los órganos internos se irían paralizando uno a uno. Todo, excepto su sistema nervioso central y su cerebro. El dolor permanecería intacto. Finalmente, poco a poco, muy lentamente, se asfixiaría en una agonía sin fin.

Jacinto no fue consciente de su nuevo estatus hasta que su amo, aquel cónsul mezquino, que tanto llegó a odiar con los años, dejó de respirar. Con su último aliento recuperó la libertad. Esa misma mañana tras una breve visita a las dependencias del ex mandokoro, partía en el primer barco que salía rumbo al otro extremo del mar. Así es como Tepic recuperó la libertad y retornó con tres mil seiscientas piezas de oro arrancadas de su tierra madre.

Kenntarou al carecer de medios, se vió obligado a convivir con Anne, no sin la extrema reticencia de sus padres. Solo ella sabía que él, aquel que hospedaba en su casa, bajo su mismo techo, junto a la pequeña Marjolijn, fue quien dió muerte a su amado Willem. Solo ella sabía, que nunca volvería. Solo ella sabía, que aquel cuadro que colgaba de la pared era un recordatorio permanente de qué, ante todo, debía vivir. Y eso hizo.
 
Primero fueron días, luego meses y finalmente años. Kenntarou pasó de huésped a amigo, de amigo a amante, de amante a esposo y de esposo a padre. Marjolijn tras la muerte de ambos, heredó aquel cuadro. Y con él, una carta.

Fin.



Estimado Sr. Capullo

Ante todo agradecerle el traslado del borrador sipnótico de su novela -Dialŏgus-. Disculpe, a su vez, nuestra tardanza en cursar acuse y respuesta a su propuesta.

Como bien sabrá, nuestro catálogo se ha especializado en los últimos años en novela erótica y, pese a entender que es un primer borrador, susceptible de cambios, y siendo, la que suscribe, de la opiñon, al igual que mi querido Hemingway, de qué, cualquier primer borrador siempre es un espanto, no creo que éste sea el caso. No obstante, nos debemos al mercado y lamentablemente, no creemos que su obra encaje en nuestra oferta editorial.

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